jueves, 2 de septiembre de 2010

Alberto Schommer : Fotógrafo

Alberto Schommer : Fotógrafo

martes, 3 de marzo de 2009

Fragmento: El Bululú de las ninfas





Un cangrejito casi transparente, de esos que asumen el color amarillento de la arena, se detiene justamente entre los muslos, en las esquinas redondas de las nalgas. Está vibrando de miedo o de quién sabe qué, en el fondo de un risco y si por casualidad su mirada es amplia y ve más allá de lo que su tamañito merece, quién sabe qué impresión le dará esa parte de arriba, donde se abren unos labios de caracola revelando una gruta. El cangrejito y otros más que orillan el cuerpo, huyen ante la presencia de los pasos que se agolpan. Esta es una mañana alteradora, de hormigas buscando mieles podridas y de moscardones humanos, zumbando por todos los ámbitos, la mala nueva de una mujer que amaneció desnuda, violada y muerta, en el ensimismamiento de la playa.

Antes que los pasos se agolparan
Después que cumplió los 65 años de edad, el señor Artemio dijo “diahora palante trabajo medio día y vivo medio día” porque según él, la noche le sirve a los viejos para ensayar la muerte o para soñar con lo que ya no se posee. Por eso escogió el primer turno: al apenas salir el sol comienza a meter en una bolsa de plástico negro las botellas y demás basura abandonada por la trulla en el trecho de playa que le corresponde, como integrante de la plantilla de barrenderos municipales. A veces halla monedas, un juguete o cualquier objeto intrascendente, que insufla continuidad a la vasta colección de peretos con que atiborra su rancho, ubicado a media hora de camino, hacia la parte donde comienza el cerro. Es fijo que al terminar su labor de hombre desheredado, se va a jugar dominó con sus similares, quienes en la pedrería suman habilidades suficientes para ganarle cervezas a los más incautos y desprevenidos.

Los primeros momentos en que se inclina para recolectar la basura, son los más duros, porque al doblarse en pos de la ingrata cosecha, se despiertan todos los dolores de huesos, músculos, gases, anuncios de hernias y calambres, que también colecciona, aunque las peores punzadas picotean aquellas áreas corporales que han sido más afectadas por los cumpleaños. La cintura ni hablar; la espalda es un estadio de piquiñas y puntadas; y la barriga le impide respirar cuando se agacha. Ya no se disgusta tanto ante la dura realidad de no poder mirarse el lugar donde se avinagra el miembro viril, que hasta descontinuado está. Cuando ha pasado más de una hora de tarea limpiadora, levanta la cabeza y descubre las plantas de unos pequeños pies blancos, Sus ojos se tornan huevos a punto de ser paridos, al percatarse de que más allá de los pies se va dibujando una vagina abierta, gracias a la nube que deja de tapar el ascenso del sol, cuya brillantez cae con gula sobre la playa y se traga las sombras mañaneras.

Eso está prohibido ¿cómo es posible que una mujer se acueste desnuda tan por la mañana en la playa? Siente temor de que la dama reclame airada si él se acerca, por lo que decide gritarle algo dilucidante:
-¡Señora! ¡señorita! ¡póngase una tualla encima que la van a llevá presa! —pero la susodicha no se mueve ni un centímetro.
—¿Qué pasa pues? Eso tá prodibío aquí… ¡Tápese el fundillo, señora, que la van a vé los muchachitos de la escuela!

Nada. La tipa ni se da por enterada. El señor Artemio deja la bolsa de basura y avanza con sigilo hacia la maja, aunque antes mira a un lado y al otro, por si alguien lo está cazando, creyéndolo vulgar mirón. Su conciencia le dice que está a punto de abrogarse una tarea no muy bendita: insurgir en la intimidad de alguien, aunque dicho alguien se haya desnudado en lugar público.

Carajo, qué vaina quiuno no puede trabajá tranquilo, chico. Alguna verga se presenta, y cuando no es una cosa es láutra. Durante la época en que la bella mocedad lo envolvía como un uniforme bien planchado, no se le aparecían mujeres en pelota ni los amigos le ofrecían chuletas de cochino. Ahístá, se ve clarita la desnudez. Tiene los ojos abieltos pero parece dolmía.
—Señora, despiéltese…

Y entonces Artemio mira la tiesura, las savias gomosas y babosas que segregan los cadáveres y se desparraman en las comisuras de los labios y en toda zanja donde se empocen los fluidos. Ahí fue cuando pegó la carrera hacia el teléfono de la esquina y se vomitó por todas partes. Su corazón no se sincronizaba con la respiración y por poco se muere de un infarto.
—Venga, salgento, que está guelta un calavre… y se tá poniendo piche… en Playa Malbella… mueltebola… Si: una mujé catira, que no parece de puestos andurriales… ¡apúrense que ya van a salí los muchachitos pa la escuela y la difunta tiene el culo pelao!



Y después el bululú
Tubos de escape envenenando la obra de Dios, cornetazos que punzan los nervios cual caracol recorriendo una corteza con espinas; frases apuradas, inconexas, tartamudeadas. De los edificios cercanos, que usualmente los hay, van saliendo collares de vecinos, chinchurrias de habitantes, como si estuvieran regalando dinero en la calle. Los niños y niñas de prekinder y primaria son resguardados detrás de sus madres, hasta que aparecen los autobuses escolares, pero aquellos angelitos que deben ir a pie hacia su escuela, otean desde la acera el tumulto, con ganas de estar allí.

A medida que llegan patrullas, la camioneta de la morgue, los periodistas y demás fauna de sucesos, los curiosos se multiplican y quienes se la pasan buscando notoriedad o un espacio en los medios, también se incorporan. Un político habla de la inseguridad, un ex-policía dice que cuando él tenía el mando se contabilizaban menos crímenes. Luego aparece una mujer esgrimiendo la fotografía de una muchacha que fue asesinada hace unos meses y no se ha hecho justicia, aunque media humanidad sabe quién la mató. Se van sumando los crímenes: la señora que se achicó carbonizada en su carro, la muchacha descabezada que flotó, se hundió y volvió a nenufar en un río crecido; la secretaria que hallaron apuñalada, con todo y sábana, en un cuarto de hotel; hay una epidemia de homicidas misóginos. Si detestan tanto a las mujeres ¿por qué no se enamoran de los hombres? Más bien son tipos cobardones que aplican la violencia a personas indefensas que no pueden devolver el golpe. Primero comienzan pegándole a sus hermanas o a sus esposas o novias y después matan como pelar mandarinas. Deberían ordenar la investigación de esos casos a detectives que se conduelan, que tengan a flor de piel su lado femenino, que sean sensibles a esta situación, porque abundan quienes en el fondo apoyan la cosa.

—Si apareció muerta en un hotel eso le pasó por puta…
Claro: como no era su hermana.
—Quién sabe qué estaba haciendo sola en su carro por los callejones del bajo mundo…

En dos platos: al ver la atención que acaparó el crímen de la turista alemana, los demás casos se removieron, bulleron en sus ollas podridas y la policía se vio en un brete. Ello le vino de perlas al detective alemán, quién se adelantó para decirle al comisario de la policía judicial: “sólo espero una estrecha colaboración: yo me encargo de mi caso, no se preocupen”. Qué alivio. Y de una vez Hans se llevó las pertenencias de la víctima a su habitación, porque no en balde prefirió alojarse en el mismo hotel de la muertita. Y eso le ha sentado muy bien, porque allí, en la valija y la cartera de Marta, tiene que estar la pista para encontrar lo que él desea con tanto entusiasmo. La bolsa o la vida.
El Bululú de las Ninfas: el día que una bombona de anís cartujo fue un viejo manuscrito de los epicúreos

José Alejandro Moreno Guevara



Cuando el viejo Epicuro de Samos dialogaba con el placer en las atontadas calles de Atenas acerca de su clasificación de los apetitos, Naiguatá era un uveral quieto y húmedo. A lo mejor en aquella playa solitaria desde siempre hubo un rumor de hembra encendida, de tambores que relampagueaban rituales de incorporación y de sacudimiento. El bululú de las ninfas es una obra mayor de la literatura venezolana, pero su mayorazgo no es obra del despliegue de pericia sociológica para adentrarse en las profundísimas aguas de la idiosincrasia nacional, que aunque bien lo hace no es precisamente ese el mayor aporte de esta singular (qué palabrita) obra. Tampoco es una obra mayor por particularizar una simbología de esa anarquía caribeña que tanto nos caracteriza como pueblo, aunque también dicha particularización se da. Más bien es una novela para el deleite de los estetas de la palabra, es una obra para la fruición léxica y el deleite silábico. En ella los recorridos de la palabra son un torrente de lo corpóreo y de las sensaciones del almizcle salitroso del que están hechas las emociones. Esta novela clitoriana y estrambótica pareciera ser la constatación de una voluptas léxica que se nos deshace en la boca de lectores. Definitivamente la fruición con que nos incita a leerla, hace de esta obra un banquete. Cierta intrepidez costumbrista con la que ha sido escrita El bululú de las ninfas la convierten en una fábula del Caribe, con un sabroso irrespeto por las canónicas formas de hacer narrativa en Venezuela.

Esta novela del veterano periodista José Pulido está hecha con una vehemencia artesanal que conmueve por la sola presencia de nuestro más remoto y entrañable imaginario léxico de la infancia. Nada nos es más caro al leerla que la inusitada sensualidad dual que se desborda de la fiesta de corpus christi pero que también se escabulle de esa prosa rochelera que nos muestra Pulido. El pueblo de Naiguatá representa el concierto del placer y el dolor, representa el encuentro casual del florecimiento de la belleza femenina que explota en sensualidad y de la apocalíptica podredumbre que exorciza las culpas colectivas del pueblo. En El bululú de las ninfas el discurso se amaña, se vuelve un cómplice demasiado fantasioso, demasiado lúdico.

El bululú de las ninfas es una novela-bitácora donde se construye un imaginario Caribe. Pudiéramos decir con cierta faramallería intelectual que esta novela irrumpe, con su pendencia Caribe, en el lector como queriéndoselo comer. Nada hay más ajeno a estas páginas que la mesura. Ni siquiera cierto detective alemán, que investiga el crimen de una viuda y que ha viajado desde tierras teutonas, logra escapar de esa vorágine costeña. En esta obra la sandunga lingüística hace de las suyas, un sabroseo inquietante abordará a los lectores desde el inicio mismo hasta la última línea.


“El sofisticado”

“Hubo una época en que Bubute, después de ver una película sobre Casanova, se dedicó a imitar al personaje con gran ilusión. Trataba de moverse como entre fiestas y castillos, entre palacios y recovecos femeninos. Saludaba con inclinaciones de cabeza y pedía perdón por cualquier cosa. Ese fue el mejor intento de todos los que ha emprendido en su afán de enamorar a Antonia, a juició de Anaconda y Yuleisis. Se alisó los chicharrones de la cabeza y se dejó un bigote delgadito que lo transfiguraba en bailarín de tango. Tenía algunas salidas geniales, era caballeroso y delicado. Dicen que en esos días ni siquiera se le conoció eructo o se le escuchó pronunciando sus obscenidades predilectas. Ensayó gestos nobles, no exentos de gracia. Hasta que comenzó a mencionar las cosas, los oficios y los oficiantes con nombres que desataban la burla de propios y extraños. Le decía mondadientes a los palillos, aguas perfumadas a las colonias y otras esencias. Llamaba mozos a los mesoneros y taberneros a los dueños de bares y botiquines. Como Antonia tampoco cedió esta vez ante el cambio sufrido por su enamorado, Bubute fue dejando de lado el perfil de Casanova, no sin antes generar controversias, porque la retirada la efectuó lanzando teorías que causaron resquemor en el seno de la sociedad.”

Con esta fábula diletante se inicia uno de los apartes más deliciosos de esta macrofábula. Como Bubute muchos de estos personajes están hechos de palabras, en un sentido literal. Así como Bubute, Antonia, Bernardito y hasta el propio Hans son un temperamento léxico vibrando de discurso. Cada uno de ellos se transfigura en figura lúdica que se entrompa con ese placer que en el Caribe llamamos gozadera, pero también estos personajes se transfiguran en soliloquios nostálgicos, una suerte de carrucha infantil en donde se dan colita el desparpajo y la modorra, la lujuria y la fe. Cuidado lector, no te olvides de “comprar tu botella de lujo, por supuesto anís cartujo” (parafraseada de la canción el “motorizado” de Vagos y Maleantes), recuerda que El bululú de las ninfas es la impronta de los duendes traviesos del Caribe. Con esta novela seguramente nacerá una generación de sommeliers que paladearán de gusto los matices léxicos que se desprenden del bululú de palabras de esta fábula de la sabrosura.



José Alejandro Moreno Guevara
es narrador, cuentista y músico.
Bululú y ninfas

Marcos Tarre


Hay libros que ayudan a comprendernos. No son muchos ni frecuentes, más aún cuando no vienen en formato de ensayo o tono de doctorado. Y debemos celebrarlo cuando atrapan. Recién publicada, El bululú de las ninfas de José Pulido se enmarca en esas rarezas con, de ñapa, la virtud de entretenernos y hacernos reír. Una turista alemana "amaneció desnuda, violada y muerta" en una playa de Naiquatá y la encuentra un viejo barrendero municipal. Un veterano y fornido sargento de la policía local, un detective enviado de Berlín, tres malandros crecidos en el barrio, tres ninfas, amigas de infancia, entre las que destaca Antonia, "una negraza divina de ojos reverdecidos"; otro del grupo que se metió a cura; una misteriosa enfermera; la fiesta de Corpus Christi con sus diablos danzantes y la cruz de palma bendita pegada al disfraz porque al cristiano "que hace papel de diablo es un intermediario y se le puede quedar alguna diablura metida en el cuerpo."

La intriga criminal es una excusa, una vía para adentrarnos alegremente en el universo del barrio, en nuestras pequeñas y grandes historias, pasiones, amores, pasado y presente, secretos, sueños y pesadillas; con desparpajo tropical; derroche de Caribe, sexo y humor, erotismo y gracia; expuesta con una crudeza casi infantil que añade sabor; inventando o retratando un lenguaje tan real, con nombres propios y comunes, adjetivos, conjugaciones, verbos y modismos que pareciera que se escucha con los ojos, que se lee por los poros.

El ambiente es tan local y particular, que se hace global. Ahí aparece nuestra inconciencia colectiva frente al asesinato, la cotidianidad delictiva, la droga, el anís, la cerveza y los narcos; la corrupción estructuralizada que ya no es ni buena ni mala, simplemente está; nuestras bromas y chistes hacia todo y todos, que terminan banalizando la sangre, el amor, la tragedia o la muerte; ahí está Venezuela, en drama y risas; ahí estamos todos. José Pulido es periodista, escritor y poeta.

En su libro se funden los géneros para crear uno nuevo, inédito, magistral, desbordante de creatividad y sabiduría; de minuciosa destreza y paletazos de color transformadas en líneas y palabras que explican, en gran medida, porqué somos cómo somos y porqué hacemos las cosas que hacemos... Nuestra narrativa por fin asoma, con peso propio, al siglo XXI, por su lenguaje y por un contenido que descifra los códigos de la incomprensible Venezuela de hoy.

El Nacional, domingo 18 de marzo de 2008

Marcos Tarre Briceño, arquitecto, narrador, ensayista, columnista, editor y analista de seguridad. Ha publicado: Colt Comando 5.56 (1983), llevada al cine en 1987; Sentinel 44 (1985); Operativo Victoria (1988), finalista del premio internacional Rómulo Gallegos; BAR 30 (1993) y Bala Morena (2004), finalista del Premio Planeta Internacional 1999. Ganó el Concurso de Cuentos Lola Fuenmayor en 1987 y fue finalista del Premio Anual de Cuentos del diario El Nacional en 2001.
Ninfas en bululú


Enrique Viloria Vera


Olvidémonos de moribundos en gira y agónicos electorales, pospongamos frustradas expediciones por mar y tierra para recuperar la libertad enajenada, prescindamos, por un rato, de los felices octogenarios, archivemos por momentos las enrevesadas afectaciones de mujeres ajenas, dejemos atrás monólogos de penes tristes, de vaginas solitarias, de anos apretados, llegó José Pulido con EL Bululú de las Ninfas, trastornadas de culito, muslos y tetas, recreadas en nuestro Caribe tropical, donde ver la mar azul de los afiches publicitarios de Venezuela en Alemania y morir en Naiguatá, en medio de un inconsciente y deseado orgasmo, es actualísimo asunto literario, policíaco, poético, turístico, transgenérico de verdad verdad.

El Bululú de Pulido no es una de esas novelas prefabricadas, de esas galeradas escritas por encargo, por deberes de linaje o de familia para encomendar notas de prensa y de amistad. No, la narración de Pulido es un texto socarrón, irreverente, descomedido, como el propio autor que desarma enraizados prejuicios y reta de frente a los crecientes espíritus libertarios que demandan una novela nuestra, con olor a sal, semen, sudor y muerte, que los reconcilie con los avatares de esta Venezuela chapucera, tercermundista, erótica, rojita pornográfica de segunda, de la que el escritor es testigo apasionado y prolijo cronista.

Es un texto endógeno y cosmopolita, de empanadas de carne mechada y paraísos fiscales, un artilugio de Interpol y de paquetes turísticos de ocasión, de Internet y de ilusiones que no prenden como los amores envasados al vacío que relata; es un relato de alienaciones y esperanzas, de felicidades efímeras como todas, al final, lo son.

Pulido juega con la adhesión frenética al clítoris cimero, se solaza en el placer plural de la masturbación femenina, en la frustración homosexual, para ilustrar ¡hélas! que el amor, el de verdad, el de boleros, el que poquito queda, ese parecido a la ternura y la mirada de soslayo, no habita en sus verídicos personajes que están concebidos para matar de pretendida pasión y morir de falso placer.

El Bululú de las Ninfas de José Pulido es la danza cotidiana y multiforme de nuestra propia muerte, la personal y la colectiva, la de la ilusión y la del desencanto, la del éxito pronto y el deslave garantizado.

No lea el libro de José Pulido, sin antes rezar tres padres nuestros, ponerse la máscara de Diablo en carnaval, comprar un yogurt profiláctico, llamar al 171 o beberse un trago doble de anís sin clavos de olor, ni el mismo párroco garantiza la paz de los espíritus.

Enrique Viloria Vera (Caracas, 1950)

Poeta, abogado de la Universidad Católica Andrés Bello, con maestría del Instituto Internacional de Administración Pública (París, 1972) y un doctorado en Derecho Público de la Universidad de París (1979). Ha publicado: en Poesía: Húmeda hendidura, 1992; Hora nona, 1993; Bestiario Familiar, 1993; Entreverado, 1997; Catedral de piedra, 1997; Signos de mi tiempo, 1998; Casa Blanca, 1998; Extramuros, 1998; Amímismo, 1998; Libro del olvido, 1999; Virtual Virtual, 1999; Deslave, 2000; Conjugaciones, 2000; Infanterías, 2000; Boca a boca, 2000; Obituario, 2001; En tres y dos, 2001; Mapas del camino (Antología), 2002; Libro del silencio, 2002, Libro de actos, 2002; Abreviaciones, 2003

Mundo sensorial

El Bululú De José Pulido

Luis Miguel Rebolledo


El bululú de las ninfas, la última novela de José Pulido (Editorial Alfa, 2007), es una historia llena de sensualidad y metáforas luminosas en la que las cosas no son lo que parecen, en las que nada es definitivo y todo es fluctuante y transitorio como el fuego heraclitano. El punto de partida de esta historia es la investigación del misterioso asesinato de una turista alemana en una solitaria playa de Naiguatá. Sin embargo, en la medida en que avanza la trama, este hecho va quedando relegado a un segundo plano para dar paso a una miríada de historias pobladas de seres entrañables y situaciones a la vez conmovedoras y divertidas que, en el momento menos esperado, desembocan en una tragedia de proporciones apocalípticas.

Lo mejor de esta novela, sin duda, es que las historias que la componen son contadas, no desde el punto de vista de la tercera persona omnisciente, ni a partir de la perspectiva y la psicología de los personajes, sino desde un atalaya narrativo diverso, múltiple y deliberadamente equívoco a través del cual el autor, los personajes y hasta los mismos lectores se convierten en protagonistas y testigos de los acontecimientos, las pasiones y los conflictos que tienen lugar en ella. Para lograrlo, el narrador nos introduce con singular maestría en las mentes y en el mundo sensorial de los personajes y, a partir de la subjetividad de cada uno de ellos, vivimos en carne propia sus alegrías, sus angustias, sus esperanzas y sus miedos.

Debido a esto, El bululú de las ninfas se desarrolla, no en función de un orden cronológico y espacial propio de la estructura narrativa convencional, sino a partir de los vaivenes del universo psicológico de cada uno de los personajes. Es por ello que, a veces, un palique deviene, de pronto, en un monólogo, un suceso trivial termina siendo una ensoñación, un recuerdo se deshace en delirantes fantasías. Pero, contrariamente a lo podría creerse, esta confusión de identidades, estos juegos de prestidigitador, este bululú ontológico (y perdónenme la frase), lejos de restar verosimilitud a esta maravillosa ficción, la refuerza, la potencia y le otorga un realismo vigoroso y electrizante.

Las ciento cuarenta y tres páginas que componen la novela rezuman un humor sicalíptico, salaz, que le imprime un tono decididamente irreverente, impío, desenfadado. Para ello, el autor, además de hacer gala de un estilo narrativo que, en muchos casos, adopta, con sorprendente naturalidad, las maneras procaces y lenguaraces de sus personajes, se sirve de imágenes truculentas, y hasta grotescas, como la del cangrejo que pasea su cuerpecito transparente sobre el cadáver ultrajado de la turista alemana, o descarnadamente gráficas, como aquella en la que la adorable Antonia se masturba, socarronamente, con un pene de goma.

No obstante lo anotado, El bululú de las ninfas no es una novela policial, ni erótica, a pesar de que su caudal se nutre de los afluentes de estas categorías narrativas. Pertenece, más bien, a un estilo narrativo más cercano al discurso cinematográfico que al propiamente narrativo, dado que el aluvión de imágenes y sonidos que emanan de sus páginas se aproxima más a las vívidas reverberaciones del viejo cinematógrafo que a los meandros de las formas narrativas.


Cuando, finalmente, parece que el misterio del crimen de la turista germana está a punto de ser develado, acaece un hecho que cambia de manera brusca el curso de los acontecimientos: un aguacero torrencial, que deviene en un apocalíptico deslave, arrasa con todo lo que consigue a su paso. En pocas horas, las vidas de los habitantes de Naiguatá y de todos los pueblos vecinos se diluye en una de las peores catástrofes naturales de la historia reciente de Venezuela: el deslave de Vargas del año 99. Uno de los personajes, mientras trata de ponerse a salvo, describe la tragedia que le toca vivir con estas lacónicas y hermosas palabras: "Se respira pura agua maestro: el juicio final construido con agua en vez de fuego." Después del diluvio, ya nada importa: ni el absurdo asesinato de la infortunada turista, ni el amor no correspondido de Bubute por Antonia, ni los bufonescos escarceos políticos de Rado Pernoso y Jackson Aruba, ni las maquinaciones del policía alemán por hacerse con los ahorros de Marta, la turista asesinada. Ahora todo es silencio, dolor, devastación y muerte.

El bululú de las ninfas es, además de una formidable demostración de la capacidad de José Pulido para crear historias inolvidables, una prueba más de que la literatura venezolana está viviendo un momento estelar. Boire à la santé.
PALABROTAS


Orlando Chirinos


Un pequeño animal remonta las piernas de una mujer que ha aparecido violada y muerta en una costa marina. Se asoma entre las cavidades más íntimas, para hacer compañía a las hormigas que se alborotan “…buscando mieles podridas…” en la geografía de aquel cuerpo. Es un cangrejo. De algo tan minúsculo y aparentemente insignificante arranca la más reciente novela: El Bululú de las ninfas, del escritor, periodista y poeta José Pulido. El conocimiento y ejercicio de esos tres oficios, con gran solvencia, además, le permite a Pulido el tratamiento magistral de una tema que en ningún momento se le va a ir de las manos, pues alrededor del crimen se irán organizando otros elementos, los cuales irán yuxtaponiéndose, en natural consonancia, con el asunto central de la obra, verbigracia: el deslave que en el año 1999 azotara la región del litoral cercano a Caracas (escenario de El Bululú…), algunos personajes y su cotidianidad en la vida de un barrio, la obsesión de uno de ellos por una joven vecina y la memoria de la infancia de los mismos.

De algo que para ciertos comentaristas de la literatura venezolana pudiera parecer tan local e inmediato, este escritor hace algo universal, a través del juego de tensiones que va forjando, y que se traduce en las pistas y datos falsos que el narrador va dando, lo que logra crear en el lector expectativas que lo hacen volver su interés hacia un lado, mientras el autor ha colocado la parte medular de la trama en otro sitio. Es un juego, todo parece responder a una provocación de carácter lúdico hacia el lector.

Minúscula, insignificante en apariencia, amén de repetida, parecería hoy la historia de un amor como el que profesó Dante Alighieri por Beatriz di Folco Portinari o el de Francisco Petrarca por Laura de Noves, por allá en el siglo XIV, y sin embargo, la maestría en el manejo del lenguaje y la consustanciación con el material abordado, esa especial capacidad para construir un universo, que sin dejar de ser ficción y apegado a sus propias leyes, se tutee y se levante como una realidad alterna, tan real como la denominada “realidad objetiva”, sin embargo, se insiste, esa pasión ha logrado imponerse, trascender su propia época.

En el anonimato que las grandes concentraciones humanas posibilitan hoy en día, un crimen más, una muerte violenta más, dolorosamente: no impacta o sorprende poco. Haría falta un factor adicional, un toque espectacular o, en su defecto, curioso. Un detalle fuera de lo común, que capte la atención. Pues, bien: la turista alemana, porque de eso se trata, no sólo ha sido violada, sino que ha sido sometida a prácticas sexuales de tal índole y con tal bestialidad, que su sexo ha sido deformado y, por añadidura, cubierto de yogurt. No obstante la importancia que esto pueda tener dentro de la trama, sexo y muerte, tan caros a la literatura de todos los tiempos, imponen su prestigio pero no su rango. Todo se inscribe dentro del concepto de intrahistoria, de Unamuno. Luz Marina Rivas, al reflexionar acerca de lo que ciertos autores consideran como histórico, asienta que: “La visión de la historia no debe circunscribirse a un panorama “desde arriba”, desde las instancias del poder; deben ser incluidas las perspectivas “desde abajo”, es decir las de la gente corriente (p.42: La novela intrahistórica: Tres Miradas Femeninas de la Historia Venezolana, Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo).

Porque eso es lo que al final de cuentas más atrae: la visión, la memoria, los sentimientos, el pensamiento de los personajes y el sistema de relaciones en el que se mueven. Esto va creciendo en el cuerpo de la novela y concluye por opacar la atención sobre el asesinato de Marta, la turista extranjera: el viaje es más relevante que la meta, por ello el lector puede acabar por desentenderse de quién es el autor o autora del delito. En cualquier caso: cangrejo (¿recuerdan la figura con la que abre El Bululú…, tan emblemática en el contexto policial venezolano?) es cangrejo.

La trinidad escritural que es Pulido, en su versión de narrador, selecciona el tema, o al contrario, según algunos: es seleccionado por éste: un grupo de amigos que han crecido juntos en un barrio costeño ven llegar la adultez viendo pasar los días con muchos apremios y repetidos festejos alcohólicos, pero sin cosa extraordinaria alguna. Sólo Bubute, un mozo huérfano y despojado del patrimonio que parece corresponderle, se aferra como un obsedido a la figura de una mujer contemporánea: Antonia, con la cual, así como con Bernardito, antiguo camarada y ahora sacerdote, comparte un secreto infantil. La monotonía de la existencia de estos compinches, junto con la del barrio, desde un comienzo se verá alterada por la aparición del cadáver mancillado. Cuando se despierten, parafraseando a Monterroso, ya el dinosaurio estará ahí.

Bubute encaja, en cuanto sujeto, en lo que Luis Britto García (La vitrina rota: Narrativa y crisis en la Venezuela contemporánea) califica como “la era del vacío”, en la que “…parece difícil encontrar otro sujeto, tanto en la realidad sociopolítica como en la literaria, a menos que se tome como tal al personaje recurrente de la narrativa del período: el desubicado, el perplejo, el ser a la deriva y en declinación”. Cierto, Bubute es un personaje de la periferia, un expulsado del paraíso: “La familia que le queda consideró justo darle esa parte de la casa, después que su madre falleció. La casa era de su madre y de su tía, quien se nombró heredera a sí misma. De todo el gajo familiar sólo eso es suyo, aunque no puede venderlo porque ese cuarto trasero es como prestado: cero papeles de propiedad. Una escalera que sube y se quiebra hacia la izquierda, llega a la puerta de su estrecho hogar, que tiene una ventanita con vista a la quebrada y al barranco. La cama muestra un zanjón en el medio como si le hubiesen extraído una vaca. Está condenado a comprar un colchón nuevo el día que tenga billullos y con qué. Las paredes sin friso lucen afiches que la resequedad, el polvo y el tiempo transforman en colgajos harapientos. Una mujer en bikini, un barco que recorre el Caribe cargado de turistas y un batazo fenomenal que dio Galárraga en sus inicios. Tres sueños, podría decirse”. Su tragedia, no por reiterada en tantos seres, es menos sórdida ni cubierta de menor desespero. Pertenece a lo que el mismo Britto García menciona como “…los protagonistas sin rasgos marcados, (…), anónimos, (…) enfrentados a un universo ininteligible que los devora o los anula”.

El ojo de Pulido el escritor va develando o inventando la realidad: social, psíquica. Es dura, pero es la realidad, es grotesca por instantes, pero es la realidad, es procaz, pero es la madre realidad: “No sé qué me pasó. Perdóname esa vaina, güevón. Eras tan puro. Nunca tuviste culpa de nada. Yo me preguntaba ¿cómo puede aguantar tanta leche en las bolas, tantas ganas de abrazar a alguien y derramarse encima?”. O: “¿Cómo obtuvo la droga? ¿quién le dijo que eso servía para dormir a la gente? ¿Por qué se murió si yo lo único que hice fue mamarle esa pepa divina, mamarle esas tetas que nadie había aprovechado, meterle el palo mil veces…?”.

El poeta que el segundo Pulido es, viene detrás del primero y habla, de preferencia, sobre la infancia, con una sensualidad y felicidad adánicas: “A mí la infancia me huele a sancocho de pescao, hervido de costillas con yerbabuena, agua de piña fermentándose, canillas de pan recién horneadas, kuléi de uva, y aquel perfume serio, de chocolate con hielo picaíto…”. Poesía no es “bonitura” o, por lo menos, no es sólo eso, ni puro “vuelo poético”, ni rebuscamiento de la expresión. Aquí, en este país, ya lo dijeron los del grupo El Techo de La Ballena y los de Tráfico: la poesía (y la literatura en general) puede doler, oler mal, pero está obligada a salir a la calle, a trepar el cerro, a hurgar en los basureros. Más allá, y antes, simbolistas como Charles Baudelaire, en el instante en que pusieron el dedo en la llaga y revolvieron tras la máscara de una ciudad, París y sus miasmas, sus excretas. Poesía, en definitiva, no es ñoñería. El personaje será más auténtico en la medida en que se le abandone a su propio destino. El maquillaje que intente disfrazar verdades grandes como una catedral, el andamiaje, la tramoya que pretenda encubrir lo que no es sino lo que es, terminará cayendo bajo su propia mentira. Se trata de contaminarse de historia, de esa menuda que ya nombramos. Se corren riesgos al plantear situaciones de orden político o social, pero la maestría está, justamente, en la mano del creador: crear un universo verosímil , en el que cada pieza calce perfectamente con las otras y cuyo artefacto final funcione con total independencia de su autor.

El tercer Pulido, el periodista, parece venir a poner la mesa en su santo lugar. Se nota en la precisión del lenguaje, y precisión equivale a eficacia. Como Homero, si es cierto que era uno y únicamente uno, el escritor en referencia elabora un conjunto cuyo lenguaje se caracteriza por la sobriedad (sobriedad no es aburrimiento), por lo exacto del término que describe o narra, en ese juego de transferencia de voces de la primera a la tercera persona gramatical, y viceversa. Admirable, siempre, es la impostura de la voz del “otro”. Pulido el periodista conoce el fenómeno reseñado en noviembre de fines del XIX por Alejandro Humboldt, en su visita a La Guaira, el que anota como “…una alteración extraordinaria en la constitución atmosférica causada por el desbordamiento del río de La Guaira. Este torrente, que por lo general no tiene 10 pulgadas de hondo, tuvo, después de sesenta horas de lluvia en las montañas, una creciente tan extraordinaria, que arrastró troncos de árboles y masas de rocas de un volumen considerable. (…). Varias casas fueron arrebatadas por el torrente…”. Lo conoce y, con excelente olfato, le arrebata el dato a la realidad inmediata y reciente y sobre esa tragedia nacional, levanta la otra: la personal, la doméstica, en cuya superficie nada la miseria peor: la del alma, la de la mezquindad, la avaricia, la perversión.

Ahora ¿cómo hacer para sortear con buena fortuna los escollos que representan la posibilidad de caer en el panfleto, en una literatura de alegato, demasiado seria, tan grave y solemne como un pésame? Ah, es entonces cuando las mejores armas de José Pulido entran en acción, para tirarle una larga y sostenida trompetilla a lo académico: “Esopo, se llamaba el tipo. Con un nombre así no se llega a ninguna parte. Si hubiera sido mujer se llamaría Esopa. De chiquita le dirían Esopita. La cagada de pato macho”.

La mano periodística, finalmente, unida al ingenio creador de Pulido, hará de esta una novela dual, bifronte en la que viven en interesante maridaje lo sublime con lo pedestre, con predominio de lo último, porque, vamos, alguien tiene que llevar el mando; lo beatífico con lo sensual; la muerte con la vida; lo urbanizado con lo que identifica al barrio; la compasión y la ternura con la impiedad y la violencia, además de otros binomios. Quizás sea Bubute quien informa acerca de esta antítesis. En un pasaje de El Bululú…, en el delirio que lo estremece, suerte de soliloquio, ese monologar de la consciencia consigo misma, dice: “Hasta hablo como profesor en este sueño de mierda. ¿mierda? y ahora que deliro como engolado, no debería decir palabrotas, pero esa es mi verdadera personalidad”: así camina esta novela, entre dos tonos. Sin hacer concesiones a la ñoñería, como ya quedó dicho, y afirmando categóricamente que La Guaira es La Guaira y Caraballeda es Caraballeda y Naiguatá es Naiguatá y que una totona es una totona en la Tierra y en Marte. Y a nadie debe temblarle el buen gusto, si es que hay tal categoría en el arte y la literatura, cuando las propuestas vienen de uno de los grandes narradores de esta nación, al que hay que leer a lo largo y ancho de sus libros, y a quien hay que hacerle justicia en este país y en todas las lenguas, porque su obra quedará, que no queden dudas, para la posteridad, para la academia y para el lector común.


Texto leído en la presentación de la novela, en la Feria del libro realizada en la Universidad Metropolitana, febrero de 2007.


Orlando Chirinos, 1944.
Escritor. Profesor de literatura en la Universidad de Carabobo. Ha publicado:Última hora en la piel, (relatos) 1979; Oculta memoria del ángel, (relatos) 1985; En virtud de los favores recibidos, (relatos) 1987; Pájaros de mayo, su trueno verde (relatos) 1989; Adiós gente del sur, (novela) 1991; Imagen de la bestia (novela) 1993; Parte de guerra, (novela) 1998.

Ha obtenido el premio del Concurso Anual de Cuentos del diario El Nacional, 1983; finalista del Concurso Internacional de Cuentos Juan Rulfo, promovido por Radio Francia Internacional, 1987, entre otros galardones.

Presentación en fotos



El autor firmando ejemplares

Leonardo Milla, editor; Orlando Chirinos, presentador, y José Pulido




El bululú de las ninfas. Presentación



Presentación de José Pulido


Me he divertido tanto escribiendo este novela que ya no quiero hablar de infelicidad y desasosiego. Si los lectores son alcanzados por el placer que he sentido dándole vida a El bululú de las ninfas, entonces ganaré mucho dinero porque la gente sólo tendrá que leer la novela para salir de cualquier depresión. Me he divertido jugando con las palabras.

Dios le encargó al hombre que le pusiera nombres a las cosas, a los demás seres, a todo lo que aconteciera y eso es lo que uno trata de hacer: cumplir con Dios haciendo un trabajo que resulta de lo más satisfactorio y agradable. Uno se hace el loco con los diez mandamientos. Ahí si que no se restea uno con el Señor. Pero algo es algo y un libro no es poca cosa jamás. Sólo hace falta encontrar aunque sea un lector capaz de obtener un poquito de amor, de luminosidad o de odio entre sus páginas.

Terminar un libro y haberlo escrito con emoción y oficio es algo que proporciona mucha felicidad. En el caso de esta novela yo me siento tan eufórico y contento, que voy a perder la humildad, pero debo afirmar que el buen lector pedirá más de eso que contiene El bululú de las ninfas. Sí: perderé la humildad, pero les puedo jurar que esta novela es una rareza. No me duele perder la humildad. De todas maneras he perdido cosas mejores que la humildad, tales como la fé y la lotería.

Ya he dicho en otras ocasiones que un buen escritor no crece y no se eleva hacia el arte de la literatura si no consigue en el camino un buen lector que crezca y vuele con él. Debo confesar que una de las razones que me mantienen cautivo como autor de Alfadil, es que quienes trabajan allí son lectores estupendos. Encabezados por uno de los lectores más acuciosos y voluptuosos que he conocido: Leonardo Milla. Si a Leonardo le gusta un texto, entonces está bien, porque es un lector que devora calidad, que navega en los capítulos, que degusta la escritura.

Le agradezco a Leonardo, a Carolina, a Victoria Pereira, a Ulises Milla quien ha resultado un diseñador tan impactante y sensible a la vez; y al resto del equipo, por el esfuerzo que hacen para que mis escritos salgan a la luz. Le agradezco a Orlando Chirinos esa magnífica presentación, que alguna vez debería estar incluida en la novela si hay una segunda edición.


He tenido la suerte de que mis novelas, antes de ser editadas, han sido leídas por amigos que viven en el universo de las palabras: Blanca Elena Pantin, Manuel Caballero, Rodolfo Santana, Sergio Pascual, y dos que son muy especiales: Iraida Páez y Enrique Viloria, mis editores de poesía. Ya saben quién lee de primerito todo lo que escribo, porque a ella le dedico mi trabajo y mi amor, aunque la he visto convertirse en abuela tirando por la borda todas mis ilusiones juveniles. Me refiero a Petruvska Simne, quien aparte de abuelita también es autora de Alfadil.

Volviendo al tema de El bululú de las ninfas, quiero decirles sinceramente que me están comenzando a gustar mis novelas. Creo que soy el único que las ha leído todas. Pero ésta en particular me ha proporcionado tanto placer que no dudo en recomendarla porque sé que nadie saldrá defraudado. Ni siquiera sé cómo transmitir esa certeza. Es mejor que comiencen a leerla lo más pronto posible si quieren averiguar lo que ha ocurrido entre esas ninfas y mi persona.