martes, 3 de marzo de 2009

Fragmento: El Bululú de las ninfas





Un cangrejito casi transparente, de esos que asumen el color amarillento de la arena, se detiene justamente entre los muslos, en las esquinas redondas de las nalgas. Está vibrando de miedo o de quién sabe qué, en el fondo de un risco y si por casualidad su mirada es amplia y ve más allá de lo que su tamañito merece, quién sabe qué impresión le dará esa parte de arriba, donde se abren unos labios de caracola revelando una gruta. El cangrejito y otros más que orillan el cuerpo, huyen ante la presencia de los pasos que se agolpan. Esta es una mañana alteradora, de hormigas buscando mieles podridas y de moscardones humanos, zumbando por todos los ámbitos, la mala nueva de una mujer que amaneció desnuda, violada y muerta, en el ensimismamiento de la playa.

Antes que los pasos se agolparan
Después que cumplió los 65 años de edad, el señor Artemio dijo “diahora palante trabajo medio día y vivo medio día” porque según él, la noche le sirve a los viejos para ensayar la muerte o para soñar con lo que ya no se posee. Por eso escogió el primer turno: al apenas salir el sol comienza a meter en una bolsa de plástico negro las botellas y demás basura abandonada por la trulla en el trecho de playa que le corresponde, como integrante de la plantilla de barrenderos municipales. A veces halla monedas, un juguete o cualquier objeto intrascendente, que insufla continuidad a la vasta colección de peretos con que atiborra su rancho, ubicado a media hora de camino, hacia la parte donde comienza el cerro. Es fijo que al terminar su labor de hombre desheredado, se va a jugar dominó con sus similares, quienes en la pedrería suman habilidades suficientes para ganarle cervezas a los más incautos y desprevenidos.

Los primeros momentos en que se inclina para recolectar la basura, son los más duros, porque al doblarse en pos de la ingrata cosecha, se despiertan todos los dolores de huesos, músculos, gases, anuncios de hernias y calambres, que también colecciona, aunque las peores punzadas picotean aquellas áreas corporales que han sido más afectadas por los cumpleaños. La cintura ni hablar; la espalda es un estadio de piquiñas y puntadas; y la barriga le impide respirar cuando se agacha. Ya no se disgusta tanto ante la dura realidad de no poder mirarse el lugar donde se avinagra el miembro viril, que hasta descontinuado está. Cuando ha pasado más de una hora de tarea limpiadora, levanta la cabeza y descubre las plantas de unos pequeños pies blancos, Sus ojos se tornan huevos a punto de ser paridos, al percatarse de que más allá de los pies se va dibujando una vagina abierta, gracias a la nube que deja de tapar el ascenso del sol, cuya brillantez cae con gula sobre la playa y se traga las sombras mañaneras.

Eso está prohibido ¿cómo es posible que una mujer se acueste desnuda tan por la mañana en la playa? Siente temor de que la dama reclame airada si él se acerca, por lo que decide gritarle algo dilucidante:
-¡Señora! ¡señorita! ¡póngase una tualla encima que la van a llevá presa! —pero la susodicha no se mueve ni un centímetro.
—¿Qué pasa pues? Eso tá prodibío aquí… ¡Tápese el fundillo, señora, que la van a vé los muchachitos de la escuela!

Nada. La tipa ni se da por enterada. El señor Artemio deja la bolsa de basura y avanza con sigilo hacia la maja, aunque antes mira a un lado y al otro, por si alguien lo está cazando, creyéndolo vulgar mirón. Su conciencia le dice que está a punto de abrogarse una tarea no muy bendita: insurgir en la intimidad de alguien, aunque dicho alguien se haya desnudado en lugar público.

Carajo, qué vaina quiuno no puede trabajá tranquilo, chico. Alguna verga se presenta, y cuando no es una cosa es láutra. Durante la época en que la bella mocedad lo envolvía como un uniforme bien planchado, no se le aparecían mujeres en pelota ni los amigos le ofrecían chuletas de cochino. Ahístá, se ve clarita la desnudez. Tiene los ojos abieltos pero parece dolmía.
—Señora, despiéltese…

Y entonces Artemio mira la tiesura, las savias gomosas y babosas que segregan los cadáveres y se desparraman en las comisuras de los labios y en toda zanja donde se empocen los fluidos. Ahí fue cuando pegó la carrera hacia el teléfono de la esquina y se vomitó por todas partes. Su corazón no se sincronizaba con la respiración y por poco se muere de un infarto.
—Venga, salgento, que está guelta un calavre… y se tá poniendo piche… en Playa Malbella… mueltebola… Si: una mujé catira, que no parece de puestos andurriales… ¡apúrense que ya van a salí los muchachitos pa la escuela y la difunta tiene el culo pelao!



Y después el bululú
Tubos de escape envenenando la obra de Dios, cornetazos que punzan los nervios cual caracol recorriendo una corteza con espinas; frases apuradas, inconexas, tartamudeadas. De los edificios cercanos, que usualmente los hay, van saliendo collares de vecinos, chinchurrias de habitantes, como si estuvieran regalando dinero en la calle. Los niños y niñas de prekinder y primaria son resguardados detrás de sus madres, hasta que aparecen los autobuses escolares, pero aquellos angelitos que deben ir a pie hacia su escuela, otean desde la acera el tumulto, con ganas de estar allí.

A medida que llegan patrullas, la camioneta de la morgue, los periodistas y demás fauna de sucesos, los curiosos se multiplican y quienes se la pasan buscando notoriedad o un espacio en los medios, también se incorporan. Un político habla de la inseguridad, un ex-policía dice que cuando él tenía el mando se contabilizaban menos crímenes. Luego aparece una mujer esgrimiendo la fotografía de una muchacha que fue asesinada hace unos meses y no se ha hecho justicia, aunque media humanidad sabe quién la mató. Se van sumando los crímenes: la señora que se achicó carbonizada en su carro, la muchacha descabezada que flotó, se hundió y volvió a nenufar en un río crecido; la secretaria que hallaron apuñalada, con todo y sábana, en un cuarto de hotel; hay una epidemia de homicidas misóginos. Si detestan tanto a las mujeres ¿por qué no se enamoran de los hombres? Más bien son tipos cobardones que aplican la violencia a personas indefensas que no pueden devolver el golpe. Primero comienzan pegándole a sus hermanas o a sus esposas o novias y después matan como pelar mandarinas. Deberían ordenar la investigación de esos casos a detectives que se conduelan, que tengan a flor de piel su lado femenino, que sean sensibles a esta situación, porque abundan quienes en el fondo apoyan la cosa.

—Si apareció muerta en un hotel eso le pasó por puta…
Claro: como no era su hermana.
—Quién sabe qué estaba haciendo sola en su carro por los callejones del bajo mundo…

En dos platos: al ver la atención que acaparó el crímen de la turista alemana, los demás casos se removieron, bulleron en sus ollas podridas y la policía se vio en un brete. Ello le vino de perlas al detective alemán, quién se adelantó para decirle al comisario de la policía judicial: “sólo espero una estrecha colaboración: yo me encargo de mi caso, no se preocupen”. Qué alivio. Y de una vez Hans se llevó las pertenencias de la víctima a su habitación, porque no en balde prefirió alojarse en el mismo hotel de la muertita. Y eso le ha sentado muy bien, porque allí, en la valija y la cartera de Marta, tiene que estar la pista para encontrar lo que él desea con tanto entusiasmo. La bolsa o la vida.

1 comentario:

Unknown dijo...

esta bueno e interesante